Donde
más podemos descubrir nuestra historia personal es en la relación con los
niños. Por mucho que les responsabilicemos de "dar guerra", somos los
adultos que inconscientemente repetimos lo que nos hacían de niños y que entonces
nos prometíamos no hacer nunca a los más pequeños. Sólo podemos ofrecer a
nuestros hijos lo que recibimos de nuestros padres como amor. Si no queremos
seguir repitiendo el mismo modelo es hora de abrir el recipiente de nuestra
propia historia y prestar atención a nuestras reacciones corporales e
inconscientes frente a ella. Asumirla nos permite vivir nuestra vida emocional
como adultos, ofreciendo a nuestros hijos lo que esperábamos que nos dieran y
nunca nos dieron.
Si
nuestro instinto nos lleva a huir del dolor ¿por qué no cambiamos? ¿por qué
repetimos actos que en su día nos han hecho daño? Porque no nos damos cuenta de que en nuestro
interior existe una habitación donde guardamos el drama de nuestra
infancia. Es como si, hasta que no
logramos contar sin tapujos nuestra propia versión de este drama, lo narrásemos
escenificándolo, convirtiendo con ello a las personas cercanas a nosotros en
representaciones de los personajes del pasado. Pero ¿qué es lo que nos impide
contar esa historia directamente? La tendencia humana todavía más poderosa: la
de intentar evitar lo doloroso. La vida está llena de dolores inevitables, sin
embargo el único dolor que se puede evitar es el dolor que produce intentar evitar el dolor.
Un
adulto a lo mejor puede comprender esta frase, pero no un niño que necesita que
un adulto le ayude a llevar sus penas. ¿Y si el que le está infligiendo daño,
aunque con buena intención y en nombre del amor es precisamente la persona de
quien depende? ¿De dónde va a sacar un niño los recursos, físicos y
psicológicos, para hacer frente a esa paradoja? Si tiene que elegir entre
expresar su yo auténtico (con todas sus necesidades y emociones) y la
aceptación de ese adulto (indispensable para su supervivencia) el niño,
instintivamente, adopta un yo falso que confunde lo que necesita con lo
disponible; el hecho de ser amado por el mero hecho de existir con el
reconocimiento derivado de lo que sabe hacer; maneras de ser con maneras de
caer bien; el respeto con el miedo a cuestionar nada.
Este
último tabú impide también al adulto hacerse portavoz de la verdad de su
infancia. En nuestra cultura judeocristiana, hasta los no creyentes hemos
mamado el cuarto mandamiento, aquello de "Honrarás a tu padre y a tu
madre". Identificar "honrar" o "respetar" con alabanza
incondicional y acallamiento de cualquier voz crítica tal vez sirve para
asegurar una estructura de poder patriarcal, pero no para establecer relaciones
de confianza mutua y menos todavía para criar hijas e hijos que en lugar de
adaptarse al sistema lleguen a ser personas adultas felices, capaces incluso de
cambiar ese sistema. Muchos adultos actúan, incluso cuando ya no dependen de
personas mayores, como si todavía fueran aquellos timoratos críos que no debían
poner triste a mamá ni llamar "tonto" a papá ni apuntar un error del
profesor. Muchas personas utilizan mecanismos para negar verdades que da
demasiado miedo asumir. Puede ser útil revisar las típicas frases con las que
negamos lo que de niños hayamos podido vivir como abuso o injusticia:
MINIMIZAR:
§ Otros lo han
pasado mucho peor que yo...
§ Sé que pasó...
pero sólo de vez en cuando...
§ A mi no me
molestó en realidad...
§ Yo apenas estuve
en casa, así que no me afectó...
RESISTIR:
§ De eso hace ya
mucho tiempo...
§ Lo que pasó,
pasó. Ahora es ahora...
§ Lo he sabido
siempre, pero ahora necesito salir pa'lante...
§ Yo no tengo nada
que ver con ellos...
§ Las cosas son
como son y ya está...
OMITIR / BLOQUEAR:
§ Yo no recuerdo
nada...
§ Me parece que
todo era normal...
§ Yo tuve una
infancia bonita, hacíamos muchas excursiones...
EXCUSAR / JUSTIFICAR:
§ Me lo merecía...
§ Todos hacían lo
mismo en aquellos tiempos...
§ Es que no
conocían otra cosa...
§ Yo sabía que me
querían, sólo que no han sabido manifestarlo...
§ Lo hicieron lo
mejor que pudieron...
EQUILIBRAR:
§ Me ha hecho
fuerte (me ha hecho bien)...
§ Yo tenía todo lo
que me hacía falta...
§ Yo sabía que en
realidad me querían...
§ Me ha
fortalecido el carácter...
§ Pero si eran
buena gente...
La
TERAPIA DE ESCUCHA permite contar, poco a poco, y según va siendo posible, sin tapujos nuestra propia
versión de cómo vivíamos y sentíamos en nuestra infancia. La verdad libera, lo
que libera es la verdad y no el esfuerzo por hacerse libre. El más vano de
todos los esfuerzos es el intento de olvidar, ya que el olvido no sólo no
existe, sino que está tan lleno de memoria que lo que pretendemos olvidar, se
fija más en la memoria inconsciente.
Los
padres que de verdad quieren amar a sus hijos como no supieron, ni pudieron
amarles sus padres, tienen la posibilidad de descubrir lo que recibieron como
amor y los efectos que padecieron. Para no estar condicionados por su pasado es
necesario abordar sentimientos como la ira, el miedo, el dolor... Sólo después
de afrontarlos, asumirlos, y reconocer sus efectos, aparecerá el amor
incondicional por los padres, por ellos mismos, y podrán ofrecérselo a sus
hijos, para que puedan experimentar en libertad y llegar a ser adultos libres y
responsables con capacidad de crear su felicidad con todo, por todo y a pesar
de todo, fluyendo con lo que les vaya
tocando vivir, desarrollando las capacidades que les permita afrontar y superar
las dificultades.
Poder
definir cómo quiere uno ser querido y qué es lo que uno experimenta como daño, aunque
me lo hayan causado mis propios padres en nombre del amor, es un derecho humano
fundamental. No hacer uso de este derecho, no cura, más bien ahonda la herida
de la infancia y lleva a personas adultas a vivir en el estado emocional del
niño, optando por maneras de reaccionar y de actuar que, aunque en el pasado
les hayan podido servir para sobrevivir, hoy en día obstaculizan su crecimiento,
y el desarrollo sano de sus hijos.