sábado, 30 de noviembre de 2013

EL PODER DEL CONTACTO– Rolando Toro Araneda

El creador de la Biodanza explica cómo la cultura nos enferma de miedo y fobia social, y sostiene que la evolución es hacia un ser humano con mayor capacidad de amar.
“Todo el mundo habla de que le gustaría amar y ser amado, de que le gustaría vivir en paz y seguridad. Pero, vivimos en una cultura que olvidamos cómo relacionarnos desde la ternura y ser profundamente afectivos, no sólo hacia una persona determinada, sino que hacia todas las que nos rodean. Sea en el trabajo, entre los amigos o en la familia. Sucede que las personas son descartables, son usadas y no existe dentro de la escala de vínculos una altura de las relaciones, una poética de la reunión”, dice Rolando Toro, el creador de la Biodanza, y sigue: “En nuestro mundo se han lanzado bombas atómicas, sucedió el holocausto y las guerras continúan, el odio, la competitividad, la violencia urbana, intrafamiliar e intraescolar, el terrorismo. La destrucción del medio ambiente es un escándalo intelectual, económico y contra la vida. En la guerra, millones de niños son lanzados a morir y a matar. Es una de las enfermedades más grandes inimaginables. En ese sentido, la psiquiatría ha errado en su clasificación de las enfermedades, porque supone que las más graves son la esquizofrenia, la paranoia o la depresión. Pero un loco, delirando que es Napoleón o elegido de Cristo, no le hace mal a nadie. En cambio, los que organizan invasiones, los que construyen las armas, los que usan mecanismos económicos que empobrecen a los más pobres… ¡Esos son los más enfermos! Hablo de dictadores, asesinos de pueblos que son la decadencia más absoluta. Llevamos más de cien años de psicoterapia y el mundo sigue peor, porque el mundo está gobernado por un imperio de los psicópatas. ¡Grandes líderes mundiales gravemente enfermos! La raíz del mal está en la disociación de inteligencia y afectividad. La inteligencia debería usarse para que el mundo fuera maravilloso y estuviéramos todos más felices; para el amor y la creación”.
-¿Y cuándo está la inteligencia al servicio del amor?
-Cuando tenemos  experiencias de afecto, de respeto, de camaradería. Toda persona en lo profundo desea contacto: está ansiosa de amor, innovación, alegría de vivir. Pero se tiene que modificar su mentalidad a través de la educación biocéntrica.
Yo propongo no sólo un discurso, sino una metodología: la Biodanza. Hay que practicar vivencias de encuentro, admitiendo al otro tal como es, permitiendo que nos toque en lo profundo. Reconociendo que merecemos ser acunados, que nos abracen, o permitirnos llorar, reír, celebrar. Porque toda existencia humana se organiza en torno al amor, como conciencia de estar vivo y ser significativo para alguien.
-¿Uno se sana con el otro?
-No hay salud solitaria. Tampoco hay enfermedad solitaria, porque los seres humanos, esencialmente, no somos solos. Se habló mucho de la alteridad y la mismidad como opuestos, pero hoy se entiende que la alteridad está dentro de la mismidad. No es “tú eres tú” y “yo soy yo, guarde la distancia”. Es “yo soy tú”. Toda nuestra relación con el universo es, primero que nada, una relación con las personas.
-¿Y por qué existe la fobia social?
-Porque estamos en una cultura paranoide. Nos sentimos amenazados por el otro. Le tememos, porque tenemos registros de traición, deslealtad, agresión. Entonces, la persona tiene que ocultarse para establecer vínculos. Lo que falta en el mundo es ternura. Hay que desplegar nuevas formas de aproximación y contacto, así como el regreso a lo primordial, a la naturaleza y al amor. Sin empatía, somos fantasmas que no tienen acceso al misterio de los vínculos humanos.
-¿Habría seres humanos de distinta categoría?
-Si, pero esto no quiere decir que sea un nuevo racista. No queremos al súper hombre, queremos al súper humano con conciencia ética, capacidad de amar, crear, evolucionar hacia la grandeza y lo sagrado con lucidez, intensidad, armonía. Cada persona, de acuerdo a su biografía, tiene distintas capacidades de vincularse. Hay quienes gozan con hacer el daño, son los psicópatas. Entre ellos, hay grandes jefes de pueblos. Luego vienen los autistas que no se vinculan con las personas, sino que con los objetos. Después están los sociofóbicos que detestan estar con gente. Siguiendo, están los que utilizan a las personas, que son los individualistas. Interactúan con las personas para obtener beneficio. En un escalón superior, están quienes desarrollan su identidad en compañía con otro. Esa capacidad es maravillosa. Porque su identidad se despierta y activa sólo en presencia de otro. Las terapias solistas son tranquilizadoras pero no hay crecimiento. Después vienen aquellos seres empáticos o que pueden ponerse en el lugar del otro. En un nivel superior, está la capacidad de conectarse con lo sagrado propio y lo sagrado del otro y estar en una comunión.

-¿Y cómo aprender a ser súper humanos?
-Con música, danza y caricias podemos descubrir un mundo diferente, donde nuestros sueños serán posibles, de belleza creándose a sí misma en el corazón de cada cual. Con el genio de sentirnos plenamente vivos. Las personas tienen que aprender a comunicarse, a abrazarse, a mirarse a los ojos, a hacer rondas, a celebrar. Tienen que aprender eso antes que el presente del subjuntivo, la fecha de Napoleón o las tablas de multiplicar. En educación, hay que transformar la metodología y los contenidos programáticos. No veo otra solución que cambiar la educación. Porque sino, no hay ninguna esperanza de supervivencia de la especie. Hay que transformar mecanismos psíquicos: creencias, actitudes, valores.
-¿Cómo nació la Biodanza?
-La gente dice que yo inventé la biodanza, pero en verdad la descubrí. Trabajando en antropología médica en la Escuela de Medicina, entre mis tareas,  tenía que estudiar el mundo de los enfermos mentales. Entonces vi que a los pacientes le habían quitado todo: su libertad, su capacidad para relacionarse, para tener amores, sexo, para trabajar, para crear. Es decir, los habían enterrado en vida. Y pensé hacer una fiesta para esta gente tan triste. Y organicé el evento invitando a los familiares, estudiantes de medicina, enfermeras, paramédicos, algunos médicos y, por supuesto, los propios pacientes. Al entrar, ya vi un cambio: arregladitos, peinaditos, muy correctos, como si fueran normales, porque era una reunión social.  Entonces, empecé a poner músicas, invitando a la danza y descubrí que algunas músicas eran mucho mejores que otras para producir cambios. Disminuyeron los delirios y las alucinaciones, noté un aumento de la comunicación y mayor gentileza entre ellos. Entonces, empecé a seleccionar músicas que hacían bien a los enfermos y descubrí otras que les hacían mal, como las músicas tranquilizadoras que producían un efecto regresivo, que invitaban a la psicosis. Así comencé a hacer un modelo teórico. Y tuve muy buena recepción en el psiquiátrico donde todos vimos el milagro que se producía.

Enfermedades de la civilización
“El ser humano nació con miedo. Pero su evolución justamente consiste en aumentar su percepción y conciencia. Hay que dar amor, dar amor y dar amor. Y ahí te viene el amor de vuelta. Si tú estás esperando que te amen y no das amor, no pasa nada. Lo primero es aprender a vivir. El lenguaje de los gestos es arcaico. Es un conjunto evanescente de matrices arquetípicas. La sonrisa, por ejemplo, es el más antiguo reflejo psicosocial. Aparecen en el niño alrededor de los tres meses de vida… los pueblos se diferencian por la sonrisa… ¡Tantas ciudades con habitantes con rostros de animales tristes! – reflexiona Toro-. La persona que no es acariciada se deprime. Los estudios en apego lo demuestran. A veces preguntan ¿pero cómo voy a mejorar mi vida bailando con extraños? Sin embargo, es una oportunidad protegida de sanación. Es muy complicado aprender la esencia de la vida espontáneamente porque la cultura te da parámetros inhumanos: ganar plata, tener cuidado en el amor, tus proyectos tienen que ser chiquititos y, primero, tienes que ayudarte a ti mismo… no puedes tener proyectos basados en ser una ayuda para los demás. Así la vida camina y se hace cada día más mustia. Finalmente, es una existencia frustrada. El concepto de triunfo, de éxito, es totalmente falso. Y la respuesta natural es el estrés, la depresión, el desamor. Son enfermedades de la civilización”.


jueves, 25 de julio de 2013

AHORA QUE YA MORÍ

...interesante reflexión para tomar conciencia de cómo sólo nos enseñaron a sobrevivir y ahora podemos empezar a aprender a vivir.....creando la felicidad cada día con todo, por todo y a pesar de todo lo que nos ocurra mientras vivimos.....

AHORA QUE YA MORÍ

Que sucede? no entiendo, solo sentí un dolor fuerte en la cabeza, mareos y ahora estoy tan confundido. Que pasa? por qué mi esposa corre y llora.

Dicen que morí, pero no, estoy aquí pero ellos no me ven y no puedo abrazarlos. Oh ya veo, están trasladando a alguien en una carroza fúnebre, soy yo mismo, que extraño.

Veo a mi familia con gran dolor, todos lloran, pero yo solo veo, ya no siento dolor ni tristeza, es como ser un espectador. Pasan los días, mi familia regresa a casa sin mí, les dejo un gran vacío.

Ya alguien ocupa mi puesto de trabajo, todo vuelve a ser como antes, corren, atienden llamadas, hacen pagos, envían documentos, firman planillas, en fin es como si nunca hubiese faltado yo, que bien, algunos compañeros se acuerdan de mi a ratos y lamentan que ya no este.

Sin embargo en mi familia, el vacío persiste, mi esposa llora, esta confundida, no sabe como hacer sin mi, mi hijo pequeño pregunta: - Donde esta papá? y mi esposa le dice que en el Cielo, mi hija mayor acaba de comprender dolorosamente lo que es la muerte, no deja de llorar, no quiere ir a clases, no se puede concentrar, tampoco come. Mi perro se paro en la puerta y de ahí no hay quien lo saque, come, bebe agua y regresa a su puesto de espera.

Pasa el tiempo, mi hijo cumple cuatro años y yo no estoy, el se aferra a su mamá, se ha vuelto tímido y retraído, no hay una figura paterna para él, ya papá no esta...

Mi hija ya de 11 años casi no habla, a veces su mama la encuentra llorando, bajo mucho las notas y no muestra interés por nada.

Mi querida esposa, con toda la carga sobre sus hombros, la responsabilidad de dos hijos pequeños, tiene que sonreír a los niños para darles fortaleza.

Ya pasaron siete años y todo sigue igual, en casa el vacío, la tristeza, en la empresa donde trabajaba ya nadie me nombra y todo sigue igual sobre la marcha.

Sabes que dijo el forense? Que morí por stress, en mi cerebro se reventó una vena por una subida de tensión que me dio, cuando me llamaron de mi trabajo y me dijeron que de los 10 camiones que solicite solo llegaron 7. Y todo acabo...

Ahora me doy cuenta que para la empresa que trabajaba siempre era uno mas, completamente reemplazable en cualquier momento, pero que para mi familia era único e irreemplazable.

TODOS NECESITAMOS UN TRABAJO QUE NOS PERMITA CUBRIR NUESTRAS NECESIDADES BÁSICAS PARA PODER DISFRUTAR CON NUESTROS SERES QUERIDOS, Y ASÍ  EL DÍA QUE LA MUERTE TE LLEVE O LES LLEVE A ELLOS PUEDAN SENTIR O PUEDAS SENTIR QUE DESPUÉS DE LA MUERTE PERMANECEMOS VIVOS ETERNAMENTE EN EL CORAZÓN DE LAS PERSONAS QUE NOS QUISIERON O QUISIMOS MIENTRAS DURÓ LA VIDA.

AUMENTAN DENUNCIAS DE HOMBRES MALTRATADOS

Los comportamientos violentos han estado ligados generalmente al género masculino y el  tema de la  violencia sicológica  en el  hogar, porque se discute acerca de la supuesta supremacía del hombre en la autoría de los mismos. Actualmente, para algunos investigadores, casi el mismo número de hombres que de mujeres sufren malos tratos por parte de sus parejas. No hay que evadir  que  ahora  las mujeres  tienen  un cambio  de actitud y ya  no se dejan  maltratar y responden  a  los  hombres por  estres o desquite debido a un historia de malos tratos.
En muchos países, entre ellos algunos del continente americano, el número de hombres que reciben malos tratos de sus parejas es prácticamente similar al de las mujeres, cuando no mayor. Un hombre maltratado es aquel que es habitualmente agredido, en forma física o verbal, por su esposa, sus hijos o por quienes conviven con él. Por el tipo de sociedad patriarcal en la que vivimos, la golpeada suele ser la mujer, por lo que a un hombre le cuesta admitirlo y no se atreven a denunciarestos hechos, porque los ven como algo que puede afectar a su hombría. La percepción común es que los hombres nunca son las víctimas de la violencia doméstica.
Para resolver el problema debemos liberarnos de este tabú y tener un acercamiento más objetivo  del problema.  En este caso como sucede con la mayoría de los problemas de violencia familiar, la situación empeora día tras día y los maltratos aumentan puertas adentro y con más de un cómplice. Si bien cuando se habla de violencia familiar se suele pensar en la agresión física, el maltrato verbal o psicológico es a veces mucho más dolorososegún  explica el sitio  tnrelaciones.com
“Mi situación  empezó  desde un principio en el matrimonio, llevamos  apenas  7 años y cada  vez  que  no le doy en el  gusto en  algo  me  empieza a tratar mal, es  como una  niña  malcriada a sus 35 años. Y me pregunto,  qué  sucedería  si yo no  fuese tan  pasivo,  pero la escucho  y le pido  que se calle porque  me da vergüenza por los vecinos y me voy a sacar el auto. Hasta  los  niños me preguntan por qué  me reta tanto la mamá y eso sí  me  da pena ya que se dan cuenta”.  Así  comenzó su realto Héctor,  un  trabajador de 39 años, quien explicó su experiencia en este momento  de su matrimonio, pero  que aún no  denuncia  el maltrato de su esposa.
“Como Héctor  hay  hombres  que soportan  maltrato  sicológico  sin reconocerlo, la agresión verbal es más citada ante los profesionales por los hombres que por las mujeres. La desautorización frente a los hijos es sumamente agresiva para los hombres y la más frecuente porque las mujeres violentas verbalmente,  se aprovechan y excusan en la defensa de sus  hijos  para menoscabar y  denigrar a sus cónyuges.  Y de esto la comunidad tiene poca conciencia  ya que se  efectúan sólo en la intimidad. La principal causa reside en el hecho de que se trata de matrimonios enfermos, aunque los problemas económicos, la falta de trabajo y las adicciones aumentan las formas de violencia, las principales causas son el deterioro de la relación de la pareja y la incompatibilidad de caracteres, que empiezan a chocar y llegan los malos tratos”.  Así lo  explicó  el  sicólogo Petar Radic al ser consultado por este tipo de agresión.
Además el  especialista agregó que los hombres creen en la ideología patriarcal que les impone estereotipos rígidos con respecto a lo que se espera de ellos como hombres fuertes en la relación de parejas. Entonces el ser golpeado o maltratado sicológicamente, implica no cumplir con el estereotipo convencional. La mayoría  de los hombres no  denuncian por temor y vergüenza, porque no quieren perder a sus hijos y al qué dirán.

En consecuencia, este aumento en las denuncias  ratifica  que cada  vez  hay menos temor a recoconocer y enfrentar  el problemas de las agresiones al interior del hogar, el problema  radica  en la existencia de parejas con un elevado nivel de estrés y  en  un círculo de agresividad verbal que se usa como  mecanismo de resolución de los conflictos de pareja. Por  esto, también es aconsejable reeducarse en las relaciones afectivas y en el modo de comunicarse, propiciando instancias de diálogo y  encuentros de la pareja a fin de reconocer el o los problemas del matrimonio.
Escrito por Andrea Rojas. Posteado en ParejasPsicología

DE HIJO A PADRE Y A HIJO: UN ITINERARIO REFLEXIVO PARA CRECER COMO PADRES



El recuerdo más vívido de mi padre, Michele Deriu, se remonta a cuando yo tenía diez años. Era el Noviembre de 1979 y mi madre había muerto hacía poco tiempo de un tumor de mama después de una larga enfermedad.
- Mi padre me llamó a su habitación, a la cama donde tantas veces mi madre me había tenido a su lado hasta que me dormía. Creo que era por la tarde. Era oscuro y la única luz era la de la pantalla de la lámpara de la mesita de noche. Mi padre estaba en la cama. Me hizo tumbar a su lado y, abrazándome y llorando, me hizo un breve discurso.
- Me dijo que ahora que mamá estaba muerta tendríamos que espabilarnos solos. Que yo debía ser valiente y comportarme como un niño ya mayor.
Con ojos de hijo.
No sé decir hasta el fondo de qué manera influyó sobre mí aquel discurso. Seguro que me tocó profundamente. Lo viví como un momento de gran afecto, de complicidad, de ternura. Pero también como algo serio y grave. Algo parecido a una señal de orientación en la vida. No podía saber que dentro de poco tiempo también mi padre se daría cuenta de que estaba enfermo. También por un tumor, esta vez en la vesícula. Murió menos de un año después, en Octubre de 1980.
A menudo los niños continúan durante mucho tiempo haciéndose ilusiones de que los propios progenitores (y en particular el propio padre) son invencibles e invulnerables. No ha sido mi caso. Alrededor de siete u ocho años antes de que yo naciera, mis padres habían perdido una hija de diez años, Marcella, por una enfermedad que en aquella época era incurable. El dolor y el recuerdo de aquella niña estaba fuertemente presente en las vivencias y en la comunicación familiar. Hasta donde tengo memoria -mejor dicho, desde los primeros años de la escuela elemental- me acuerdo de tensiones, conflictos y amarguras entre mi madre Pina y mi padre. Una sensación de que algo irrecuperable, irremediablemente y de modos y formas diversas, se había adueñado de toda la familia: mi madre, mi padre y los cuatro hijos (dos hijos y dos hijas), de los cuales yo era el último en llegar.
Volviendo a pensar hoy en aquel momento de intimidad, creo que mi padre compartía conmigo su fragilidad, su sufrimiento, su vulnerabilidad. Me parece que era una actitud que en buena medida se salía de los cánones de comportamiento del hombre adulto y del padre; de las formas tradicionales de educación filial masculina. Aquellos cánones que dicen que el hombre (y mucho más el padre) debe ser fuerte, ha de ser capaz de plantar cara a todo, sin mostrar las propias emociones, sin dejarse ir. En resumen, debe dar seguridad a los propios hijos; comunicar una firme toma de control sobre la realidad.
Pero no puedo explicar con cuánta ternura pienso en el gesto de mi padre que besa el ataúd de mi madre mientras la meten en el nicho de la capilla familiar en Cerdeña. Un saludo, un adiós a la persona más amada en la propia vida; pero también una reverencia frente a una realidad que, por segunda vez, se desnuda delante y dentro de sí y sobre la cual no hay ningún control posible. Por lo menos, un sentido profundo de dignidad frente a los acontecimientos profundos e inescrutables de la vida. Como una vez en que por casualidad cogí al vuelo un fragmento de una conversación entre mi padre y un amigo suyo en Cerdeña pocos meses antes de su muerte. Le contaba que algunos conocidos les habían ofrecido ir a una persona en el campo que, con signos, curaba a las personas. Y que él lo había rechazado porque decía que si había vivido de una determinada manera tenía que morir permaneciendo fiel a ciertos principios.
La verdad es que, si bien no puedo tener tantos recuerdos de aquellos años, en cambio sí que tengo muchos recuerdos de momentos precisos, de acontecimientos significativos, de enseñanzas y aprendizajes radicales. Los adultos creen como ilusos que los niños no ven, no entienden, no aprenden. Que se les pueden esconder las cosas y dejarles comprender solo lo que se quiere. A veces pienso que si los adultos conocieran lo que los niños ven y comprenden se aterrorizarían. Se sentirían de golpe desnudos y privados de seguridad.
La verdad es que los niños ven incluso hasta demasiado y quizá no hay suficiente con una vida para reelaborar lo que se ha visto y aprendido. No hay modo de preservarles de la vida, de la muerte, del deseo como de la enfermedad. Por esto el reto más importante para un padre es acompañarlos desnudos y vulnerables, pero también íntegros y valientes, hacia todas las citas y los imprevistos de la existencia. Esta es una de las convicciones más sólidas que creo haber aprendido de una infancia muy atormentada.
De mi padre tengo también recuerdos felices. Cuando estábamos en Cerdeña, me llevaba a grandes espacios abiertos y me mostraba fósiles en la roca o aquellas piedras especiales – resplandecientes y de colores- que llamaba minerales y que catalogaba con cuidado. En algunos casos excepcionales me enseñaba fragmentos de cerámica o monedas. Me llevaba a conocer lugares antiguos, vestigios del pasado, sitios llenos de misterio. Me llevaba a pasear por un universo grande, me enseñaba a leer y sentir curiosidad por el mundo.
Lo extraño de la relación con mi padre es que de alguna manera creo que no tuve el tiempo de conocerlo tanto. Tendría un montón de demandas que hacerle, de explicaciones que pedirle, de preguntas y cuentas que presentarle. Por otro lado, creo que he heredado de él algunos rasgos profundos de carácter, de estilo, de método. A pesar de habernos ocupado en cosas muy diferentes, desde un punto de vista humano y profesional, a veces siento que estoy continuando su investigación, él que era estudioso de las formas de la tierra, mientras que yo lo soy de las de la sociedad.
De hijos a padres.
Hoy, pues, cada vez más a menudo me encuentro dándole vueltas a la paternidad desde el punto de vista de un padre. Ya no de un hijo y no sólo de un estudioso.
Tengo muy claro en general que la paternidad es algo construido. De espontáneo, de instintivo hay el afecto y el sentido del cuidado, pero de qué manera ser padre es, por el contrario, algo que hoy se está reinventando casi por completo. Los modelos de paternidad que vienen del pasado no se pueden volver a proponer, me parece. Mientras tanto, las modalidades nuevas y diferentes de paternidad aún no han tomado una forma definitiva y reconocible sobre el plano del imaginario colectivo.
Los padres de hoy son (otra cosa es que sean más o menos conscientes de ello) exploradores y experimentadores. Sobre este plano nos hace falta una fuerte capacidad autorreflexiva pero también una capacidad de compartir, socializar y hacer culturalmente relevantes las modificaciones introducidas en las propias prácticas cotidianas.
Personalmente estoy buscando estar presente y cuidar de mi hijo en todos los aspectos, desde las necesidades corporales a las psicológicas, afectivas, sociales y ambientales. Desde este punto de vista creo que es importante reconocer que también hay un aprendizaje en la experiencia del padre. Se aprende y se madura como padres mientras crecen los propios hijos. El crecimiento y el aprendizaje no son solo relacionales en el sentido de que el hijo necesita de una relación positiva para crecer, sino en el sentido de que la maduración tiene que ver también con el otro lado de las relaciones: el mundo mental y de experiencias del padre. Además, en esta modificación recíproca evoluciona la propia relación. Ya en el primer año de vida de mi hijo he visto que han cambiado fuertemente muchas veces las formas de relación. El modo de cuidar y de relacionarse con un niño de un mes no es el mismo a los cinco meses ni el mismo a un año. No se trata tan sólo de necesidades que evolucionan y de cuidados que han de cambiar, sino del hecho de que uno está en juego en la relación de formas diferentes y peculiares en todas y cada una de las fases. Desde este punto de vista ha de haber también una continua revisión y readaptación en el propio acercamiento de los padres. Si uno no cultiva una práctica autorreflexiva se arriesga a permanecer continuamente desplazado del cambio en las condiciones de relación.
En este recorrido y en esta evolución pienso que tengo sin embargo algunos mojones que me ayudan a orientarme.
El mundo emotivo de los padres.
El primer aspecto es la importancia y la consideración que reservamos a las vivencias emotivas. Las emociones no son solo una experiencia en sí mismas, sino también una vía de conocimiento y de indagación de la realidad interna y externa. Creo que en la experiencia de la paternidad la principal dificultad reside en mantener una doble escucha en relación con las emociones del niño así como en relación con las propias emociones (hay también, sin embargo, una escucha en relación con la madre de la cual hablaremos más adelante).
En este primer año he buscado lo más posible estar sensible y empático con las emociones de mi hijo, Mattia. He buscado identificarme y dejarme atravesar por sus emociones a fin de poder encontrar una forma de resonancia, de diálogo o, cuando es el caso, de límite y de contención.
Escuchar las emociones significa también asumir puntos de vista a los que no estamos acostumbrados. Me impresiona por ejemplo ver la radicalidad con que un niño puede expresar el terror ante la desaparición de la madre y, por tanto, de su fuente de alimento y de seguridad, cada vez que ella simplemente sale de la habitación por unos momentos. Así como el miedo de dormirse en la oscuridad o de ser dejado solo mientras nos vamos a dormir. Aun cuando a un adulto le puede parecer irracional, en el fondo corresponde a algo antropológicamente y psicológicamente arcaico y profundo.
Otro ejemplo que me ha hecho reflexionar es que mi hijo, generalmente tranquilo y jovial, parece enloquecer cuando vamos en coche y lo atamos a su asiento con el cinturón de seguridad. Hay niños que lo viven con serenidad y que a menudo y de buena gana se duermen en el coche. Pero mi hijo, por el contrario, grita y llora, a veces un rato, a veces largo tiempo y hasta la desesperación. Para los adultos, que pensamos en la seguridad y que estamos habituados a engancharnos a una silla o atarnos a un respaldo nos puede parecer un capricho o una rabieta del niño. Pero a mí se me ocurre pensar hasta qué punto ese gesto de atar a un niño a un asiento y tenerlo bloqueado durante media hora, una hora o más es una forma de constricción violenta que nosotros, crecidos y adaptados a pasar por bancos de escuela, oficinas, automóviles, aviones o contenedores de diverso tipo ya no reconocemos.
Pero lo más difícil es reconocer la propia reacción emotiva ante las vivencias y los comportamientos de los hijos. Saber, pues, poner nombre a lo que está pasando en el niño pero también lo que está sucediendo en nosotros. Su rabia, su impotencia, su fastidio, o, por el contrario, su alegría, su entusiasmo, su terco e imprudente impulso hacia el mundo, ¿de qué manera repercuten, resuenan en mí? ¿Hasta qué punto estoy dispuesto a acoger y a hospedar estas emociones, estos sentimientos existenciales dentro de mí, antes de que me salga espontáneamente el impulso de reprimirlos, controlarlos, cancelarlos en él y en mí?
El mundo emotivo de los padres es un mundo aún poco explorado. Pero la aventura de ser padre es también un hacer experiencia de las emociones fuertes, desconocidas, viscerales. Personalmente soy una persona afectuosa y emotiva, pero hay toda una gama de emociones que como padre he experimentado y experimento en los intercambios con mi hijo (y también lo diré después con la madre) que antes de vivir concretamente esta experiencia ni llegaba a imaginar en profundidad.
Ante todo, un sentimiento de maravilla y de gran ternura. Un hijo recién nacido te provoca un sentimiento profundo de fragilidad: es una criatura que en su estar en el mundo está totalmente a merced de los cuidados de sus padres o de las personas más cercanas. Este “ser dado” activa en mí una sensación fortísima de protección. Siento un gran afecto, una gran dulzura y ternura. Siento una gran responsabilidad. Y miro con otros ojos mi vulnerabilidad y mis límites.
Hasta el punto que de golpe (incluso ahora) se me ocurre quedarme embelesado mirándolo. Con los ojos, con los dedos, con las mejillas, los besos y los labios repaso su cuerpo, sus rasgos, su perfil, toda su presencia, me familiarizo con su alteridad.
Durante todos los primeros meses todo aquello que quiero comunicar como padre lo tengo que comunicar con el cuerpo: el amor, la serenidad, la calma, la pasión, el entusiasmo, el juego y la broma. El lenguaje del cuerpo es el que cuenta. Cuanto más rico es, más se comunica el niño contigo. Es un placer ver cómo aprende y expresa la dulzura, la broma, el juego, el humor, la provocación, los sonidos y la música. Me sorprende lo bien que expresa, en cuestión de segundos, un gran entusiasmo o una gran desesperación; cómo muestra un lado de simpatía y extroversión como también un rasgo de susceptibilidad si se hiere sus sentimientos. De verdad que hay un misterio no tan solo en una vida que viene al mundo sino sobre todo en un niño que crece y que de repente manifiesta un carácter propio, una individualidad propia, las propias preferencias; que muy pronto comienza a hacer emerger su peculiaridad. En algunas culturas se piensa que los niños provienen de un mundo aparte, un mundo propio, totalmente misterioso e inaccesible a los adultos. A veces me parece que es así. Su alteridad y subjetividad es tan fuerte que yo y Chiara, mi mujer, a veces bromeamos diciendo que estamos contentos de que nos haya elegido a nosotros dos como progenitores. Su presencia nos ha transformado no menos de lo que la nuestra lo ha hecho a él. ¡Qué maravilla pensar que has traído al mundo otros ojos! ¡Qué misterio increíble poder observar el mundo también a través de los ojos de otro ser! ¡Qué belleza la de acompañar al mundo a un niño curioso! A veces intento comunicarle este sentimiento de dulce maravilla y busco sus ojos. Me imagino que sus ojos pueden reconocer lo que se mueve dentro de los míos.
Por otro lado, dialogar con las propias vivencias emotivas requiere también saber reconocer y nombrar las emociones negativas o problemáticas. A veces surge un sentimiento de impotencia o la dificultad de estar presente con la calidad que querrías; incluso puede ocurrir una reacción de mi hijo diferente de lo que esperaba o deseaba, que me genera disgusto o sentimiento de incapacidad. No creo que sea bueno tener encerrados dentro de nosotros estos sentimientos negativos y estas insatisfacciones. Intento más bien expresarlos en forma leve con humor e ironía, cosa que me ayuda a hablar y a encararme con ellos sin hacer las cosas demasiado pesadas.
Reconocer mis emociones, saber darles un nombre, me sirve para comprenderme y para buscar un diálogo con ellas. Las emociones no son fijas o intangibles. De una emoción puede generarse algo diferente. Se puede tener una emoción sobre la propia emoción. O trabajar sobre una emoción para llegar a experimentar otra cosa diferente.
Asimetría, diferencia y reconocimiento.
El segundo hito es más difícil. Tiene que ver con la diferencia y con la asimetría entre padres y madres.
En la experiencia del embarazo de mi mujer y en el primer año de vida y de cuidados de nuestro hijo he visto confirmado e inclusive amplificado el sentido de la diferencia entre los dos recorridos parentales. El recorrido de convertirse en padre es ante todo un recorrido de escucha y acompañamiento de la madre. La calidad de la propia paternidad nace a través de esta escucha y de este aproximarse hacia la experiencia femenina de un cuerpo que cambia, se transforma y se abre en sí dando lugar a una vida. Mi mujer y yo habíamos elegido vivir en casa la experiencia del parto y esto lo ha hecho mucho más familiar, más doméstico y al mismo tiempo, íntimo. He experimentado la enorme importancia de las parteras que han seguido el parto antes, durante y después y que nos han ayudado a sumergirnos hasta el fondo en el sentido y en la vivencia de lo que estaba teniendo lugar, contribuyendo a mejorar no sólo la experiencia del parto de mi compañera sino también la calidad y la atención de mi presencia.
En casa hemos podido hacer ejercicios, relajarnos, comer lo que queríamos, escuchar la música que nos gusta, bailar, abrazarnos y afrontar así una larguísima velada. El momento de la salida de Mattia ha sido el materializarse de un misterio y de una presencia que habíamos imaginado tantas veces. El misterio de un cuerpo que se multiplica en dos, el misterio de una vida que aparece en el mundo y que lo hace con sus tiempos y sus modos. El parto ha sido largo porque al niño le costaba pasar y ha sido increíble ver de qué manera hasta la cabeza del niño se ha aplastado y alargado para permitir lograr ese camino y poder salir finalmente a la luz.
La potencia de la relación madre-hijo continúa también después del embarazo. Ha sido extraordinario observar el cambio de la relación entre ellos. Las comadronas han sacado a Mattia y lo han puesto sobre el vientre de Chiara que, emocionada, decía: “Amor, amor, amor mío, amor. ¡Ven, ven aquí, oh, Dios, hola, hola! Ven. Hola, tesoro. Pero ¿quién eres? Ven con tu madre. ¡Hola, cariño, mi dios! ¿Eres tú? Amor... Sí, es él mismo”3 En aquel momento he visto una relación interna e introvertida convertirse en externa y extrovertida. He visto a dos seres reconocerse y buscarse de una forma nueva. Pocos instantes después y el niño ya estaba chupando el seno de la madre mostrando que el instinto lo guiaba en la busca de lo esencial.
Para mí ha sido ante todo un paso de una experiencia psíquica, invisible y en gran parte imaginaria a una corpórea y visible. Ha sido muy bonito poderle dar poco después el primer baño, limpiarle todos los fluidos y secarlo para prepararlo para la vida exterior y sentirme a gusto en estos gestos arcaicos y en cierto modo religiosos de cuidado y de aproximación.
Si en el acceder a la vida prevalece la simetría entre hombres y mujeres, siendo los dos fruto de un parto de mujer, en el dar acceso a la vida, en cambio, la asimetría entre hombres y mujeres es máxima. Y esta asimetría permanece por mucho tiempo en una relación muy fuerte entre madre y criatura que continúa durante todo el tiempo de lactancia e incluso después.
Lo que como padre he observado es la asombrosa potencia transformadora y procreadora materna que proporciona al padre en el mejor de los casos una sensación de gran admiración y en el peor un sentimiento de inferioridad.
Considero crucial para el desarrollo psicológico positivo del padre la metabolización de esta profunda asimetría frente al nacimiento, puesto que de ella se derivan las condiciones de acceso y reelaboración de muchas experiencias subsiguientes. No hay nada obvio, descontado o banal en esta asimetría. Necesitamos, en cambio, despojar a esta experiencia crucial de diferencia del velo de la banalidad para restituirle un significado psíquico, relacional y social. Un significado que viene reconstruido e investido del sentido de un intercambio continuo entre padre y madre, entre hombres y mujeres, que sea vivenciado y advertido lo más posible como positivo y creativo y no como aterrador y amenazante.
Como hombre encuentro del todo misterioso y muy bello observar la leche que fluye del seno de mi compañera y que alimenta y mantiene vivo a mi hijo. Este recurso peculiar produce vivencias y reelaboraciones muy diferentes e incluso opuestas entre la madre y el padre. Es difícil estar continuamente disponible para dar el pecho, dice mi mujer (¡en realidad ella usa expresiones más vistosas!). Lo entiendo e intento identificarme con esta fatiga. Intento comprender el cansancio o el nerviosismo que esta presión y esta dependencia producen y apoyarla en lo que puedo. Pero el punto de partida del padre se encuentra justo en las antípodas. Es cansado para la madre estar siempre disponible a la alimentación del niño, sobre todo si esta demanda es reiterada cada poco tiempo. Pero como padre puedo decir que es también muy fatigoso – desde un punto de vista psíquico- no poder estar disponible para esta forma de alimentación. Hay momentos en que el niño chilla y llama a la madre para acceder a una alimentación psicológica y afectiva. En esos momentos como padre experimento a menudo mucha frustración. Aunque intento ser cariñoso, abrazarlo, acariciarlo, en esos momentos mi papel es del todo secundario. Vivo un fuerte sentimiento de impotencia que, naturalmente, me esfuerzo por aceptar, pero que no me es indiferente emotiva y psicológicamente. Es como si – en estas circunstancias específicas- me diera cuenta de que mi cuerpo no es, ni puede ser, un cuerpo nutriente. De alguna manera es un cuerpo “frío” o “árido” o, al menos, es percibido como tal. A pesar de que todas las separaciones del niño de la madre o de ésta respecto de él en los primeros meses están atentamente programadas y organizadas, exponen al padre, sin embargo, a un fondo de incertidumbre.
He reflexionado siempre sobre las diferencias entre hombres y mujeres, pero no me imaginaba lo profunda que podría ser esta sensación de asimetría. En algunos momentos he sentido hasta una especie de envidia del seno. La envidia de la sensación de poder calmar, serenar y satisfacer a un niño sencillamente con el acceso al propio cuerpo, como fuente de alimentación.
Sé, por supuesto, que esto es algo fuerte en los primeros meses y que, una vez completado el destete, la contribución paterna puede llegar a ser más fuerte y autónoma. Pero no impide que se trate de una diferencia y una experiencia fundamental.
Es extraño que los hombres, socialmente y culturalmente, no estemos preparados para el reconocimiento y la reelaboración de este tipo de vivencias vinculadas con la asimetría entre padre y madre. Probablemente esto esconde una profunda dificultad y una represión substancial. Creo personalmente que no reconocer o no reelaborar o superar esta envidia latente por parte del padre puede producir actitudes muy negativas y resentimiento, bien en relación con la compañera, bien en relación con el niño.
Creo que, en lugar de esto, necesitamos un trabajo de escuchar y nombrar esta envidia, de modo que, a través del diálogo y la reelaboración, pueda dar lugar al reconocimiento y a la admiración hacia la madre y la compañera que, como sabemos, soporta un peso, una fatiga e incluso una ambivalencia por sus dotes de alimentadora de los hijos. Y, por otra parte, para que este reconocimiento de la dificultad nos impulse a madurar el deseo de explorar y experimentar la relación padre-hijo en otros planos, diferentes pero no contrapuestos a estos.
Sin esta capacidad de auto-escucha, de aceptación de esta asimetría radical, creo que muchos padres se arriesgan a hacer surgir4 de esta vivencia de impotencia y de inadecuación una especie de renuncia o de abandono de una relación de intimidad con el niño. O bien, posponer todo ello para un tiempo lejano. Me he encontrado con padres que fantaseaban con una posible relación de intercambio con el hijo sólo a partir del momento en el que entra en juego la comunicación verbal y la posibilidad de educación vinculada a los valores morales o al saber hacer. Como si en toda una etapa su papel, su presencia, su atención, su cuidado fueran en el fondo inútiles o fuente de frustración más que de satisfacción. Sospecho que esta vivencia y esta postura son uno de los aspectos psíquicos y culturales que están en el fondo de la deserción masculina del trabajo del cuidado y su delegación casi total en las mujeres.
Para salir de este callejón sin salida nos hace falta, como decía, por un lado, acoger esta fundamental asimetría y aceptar la mediación de la madre en determinadas necesidades y experiencias y, por otro, explorar las necesidades, deseos e intereses del niño más allá de las funciones de nutrición y reposo. Tenemos que cultivar en todas direcciones las capacidades de acompañar al niño en las dimensiones de afecto, limpieza, expresión, manipulación, movimiento, exploración, comunicación corporal y no verbal.
Lenguajes, aproximaciones, acompañamientos, exploraciones.
El tercer hito está, pues, vinculado a la conciencia de que la relación – también con niños pequeños- no se limita a la alimentación: hay tantas dimensiones a descubrir y desarrollar en las que como padre busco de crearme un papel y hacer fructificar mis recursos o peculiaridades.
Por ejemplo, creo que tengo un buen carácter, generalmente tranquilo y poco inclinado a ponerme nervioso y aún menos a enojarme. Creo que esto puede ser importante para acompañar al niño y establecer un contexto de exploración y de aprendizaje sereno.
Por otro lado, me gusta mucho bromear y crear contextos humorísticos y esto se convierte en terreno de continuas interacciones divertidas y alegres con Mattia. Ya en las primeras semanas dije que mi hijo era ante todo muy simpático. Porque, en efecto, he visto en él ya desde el comienzo elementos de afabilidad y extroversión que ahora, con un año, llaman la atención de cualquiera que se encuentre o interactúe con él incluso aunque sólo sea en el autobús, en la calle o en una tienda. Creo que los niños nacen con su carácter, pero también creo que la continua interacción humorística que he intentado proponerle ha sido para él una forma de exploración, de aprendizaje y de conocimiento de sí mismo y del mundo. En otras palabras, creo que el desarrollo circular de una capacidad comunicativa irónica entre yo y él es una cuestión seria e importante.
Otro aspecto importante es la educación y la relación corporal. A Mattia le gusta mucho el agua de cualquier manera. Baños, palanganas, bidets, duchas, fuentes, lagos, mar, inclusive vasos y contenedores de líquidos; en suma, todo lo que tiene que ver con el agua le entusiasma. Ha aprendido rapidísimamente a abrir grifos y a moverse en la piscina o en el mar con nuestra ayuda. Me gusta acompañarlo y compartir su placer: lavarlo, refrescarlo, jugar con el agua, darle un baño en casa, en la piscina o en el mar, llevarlo conmigo a la ducha.
Recientemente se ha dado cuenta de que le gustan mucho los desniveles de altura: las cajas, las camas, los muebles, las escaleras, todo lo que le permite subir y bajar. Ha aprendido a subir solo las escaleras a gatas y eso para él es una fuente de gran entusiasmo. Un día de vacaciones lo habíamos perdido de vista un minuto mientras jugaba y ha conseguido atravesar un tramo entero de escaleras en dirección a un perro, hasta que la mujer de la limpieza de la casa vecina lo ha parado y nos lo ha devuelto. Hemos necesitado un poco para metabolizar el shock y el sentimiento de culpa por la desatención. Pero en las semanas sucesivas he pensado que estar más atento para no perderlo de vista o para cerrar bien la puerta era importante pero no suficiente y que era más sensato empezar a educarlo en afrontar estas situaciones, enseñándole cómo arreglárselas y cómo moverse para bajar o subir. Allá donde quiera que se le ocurriera, he empezado, pues, a seguirlo en su curiosidad hacia las escaleras, vigilándolo de cerca, sosteniéndolo o acompañándolo en las bajadas y en las subidas.
Hace un par de meses he sido testigo de una escena muy bonita, que me ha emocionado. Eran casi las ocho de la tarde y estaba sentado en una plaza de mi ciudad y esperaba que mi mujer y mi hijo llegaran en bici a reunirse conmigo. La plaza se encuentra en una zona popular donde viven muchos inmigrantes. Había una mujer oriental que estaba intentando enseñar a su niño a ir en bici sin las ruedas de seguridad. El niño estaba decidido, pero tenía miedo. La madre estaba un poco ansiosa y lo aguantaba muy fuerte por miedo a que cayera, pero eso mismo le impedía a él coger un mínimo de velocidad y aprender a ganar equilibrio. La lección, pues, producía cansancio y los dos se estaban desanimando un poco.
En la misma plaza había un grupillo pequeño de tres inmigrantes magrebíes que charlaban y que observaban, como yo, la escena. En un momento dado, uno de los tres se ha ofrecido a ayudar al niño a afrontar este paso. Al principio aguantaba por los hombros al niño de forma más suave y lo acompañaba acelerando el paso o corriendo. Después, tras dos o tres vueltas, ha comenzado a dejarlo ir y a darle un empujón. Al cabo de pocos minutos, el niño ha aprendido a guardar el equilibrio y a lanzarse velozmente en bicicleta por la gran plaza, experimentado de qué manera evitar los obstáculos y pararse a tiempo antes de la pared o de la fuente. En el cuerpo del niño – de por sí absolutamente silencioso- se podía leer un moverse entusiasta por el objetivo alcanzado y la capacidad adquirida. La madre quedó muy agradecida y el hombre, satisfecho de haber sido útil y resolutivo.
En aquella escena y en aquel intercambio entre la mujer, el hombre y el niño, en la sutil dosificación entre cuidados solícitos y el dejar ir con confianza he visto la potencialidad de la enseñanza y quizá también la posible peculiaridad de una modalidad masculina en la educación. Un acompañamiento cercano pero también un empuje estimulante que tiene en cuenta también posibles caídas y heridas pone al niño en la situación ideal para encontrar el propio equilibrio y su propia posición.


HOMBRES IGUALITARIOS.La revista digital de AHIGE

domingo, 9 de junio de 2013

LAS ADICCIONES

 Las personas, a veces, quieren escapar de la prisión de sus creencias e intentando huir del dolor y buscando el placer,  caen en alguna adicción.No se es una mala persona por el hecho de ser adicta a las drogas, al amor o a la comida.He aprendido que lo más importante a la hora de enfrentarse con una adicción es no convertirla en una cuestión moral y descubrir de qué creencia se querían liberar y por qué.
Aunque el concepto de “adicción” no está totalmente aceptado para aplicarse a la conducta, sí es claro que algunas personas tienen dependencia hacia un comportamiento definido. Una conducta adictiva es la necesidad imperiosa y descontrolada de realizar una práctica, no poder controlarla y mucho menos dejarla del todo. Es cualquier faceta obsesiva del comportamiento, a la que se le invierte la mayor parte del tiempo y recursos, volviéndose el eje principal de la vida.Estas conductas dañan la vida personal y familiar de un individuo, porque se descuidan las responsabilidades  y se alteran las prioridades.

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Con la Terapia de Escucha puedes descubrir la raíz de la adicción y poco a poco irte liberando de ella recuperando la fortaleza, la confianza en tus capacidades  y la alegría de vivir.

miércoles, 17 de abril de 2013

MI FIEL ALIADO EL MIEDO


Cada vez que nos enfrentamos a una situación nueva o peligrosa, los seres humanos sentimos miedo, y esté nos acompañará hasta que ganemos la confianza necesaria para  normalizar en nuestro cerebro la situación que se presentó como nueva o peligrosa.

Aprendimos que el miedo era algo que había que superar, y atrevernos a llevar a cabo experiencias nuevas o peligrosas; excepto el que produce el enamoramiento, conocido como “mariposas en la barriga”, que no sólo no teníamos que superarlo, sino que había que disfrutarlo como algo maravilloso, y desear que no desapareciera nunca.

Cuando el miedo no cumple su función de poner en marcha nuestro potencial creativo y todas nuestras capacidades y nos inmoviliza, se debe a qué no está en equilibrio con la confianza. Éste es el miedo paralizante, que podemos disminuir  buscando en nuestra historia episodios que refuercen la confianza, hasta lograr el equilibrio necesario entre ambos para que se pongan en marcha todos nuestros recursos. Igualmente, cuando existen grandes dosis de confianza y pequeñas dosis de miedo, existe también un desequilibrio que lleva a comportamientos temerarios, porque  la ausencia de miedo inhibe el instinto de protección.

Reconociendo que todos fuimos adiestrados con amenazas para inmovilizarnos cuando éramos niños indefensos, cada vez que de adultos sentimos una amenaza ante una situación  que la vida nos pone delante y que  percibimos como peligrosa, en vez de inmovilizarnos como aprendimos, o exigirnos enfrentarlo y rebasarlo por la fuerza, podemos acompañar al niño asustado que está dentro de nosotros a vivir esa situación, protegido por el miedo para comprobar los peligros reales y superarlos.

En conclusión, ante cualquier situación  nueva, inesperada o peligrosa, nuestro infinito potencial creativo de afrontamiento se pondrá en marcha, siempre que la confianza esté en equilibrio con el miedo, coexistiendo el suficiente miedo que nos proteja y la suficiente confianza que nos impulse. En situaciones de emergencia, como no da tiempo a pensar, instintivamente se despliega dicho potencial de la forma más eficaz posible.