viernes, 29 de junio de 2012

LA RAÍZ DEL SUFRIMIENTO




Donde más podemos descubrir nuestra historia personal es en la relación con los niños. Por mucho que les responsabilicemos de "dar guerra", somos los adultos que inconscientemente repetimos lo que nos hacían de niños y que entonces nos prometíamos no hacer nunca a los más pequeños. Sólo podemos ofrecer a nuestros hijos lo que recibimos de nuestros padres como amor. Si no queremos seguir repitiendo el mismo modelo es hora de abrir el recipiente de nuestra propia historia y prestar atención a nuestras reacciones corporales e inconscientes frente a ella. Asumirla nos permite vivir nuestra vida emocional como adultos, ofreciendo a nuestros hijos lo que esperábamos que nos dieran y nunca nos dieron.
Si nuestro instinto nos lleva a huir del dolor ¿por qué no cambiamos? ¿por qué repetimos actos que en su día nos han hecho daño? Porque  no nos damos cuenta de que en nuestro interior existe una habitación donde guardamos el drama de nuestra infancia.  Es como si, hasta que no logramos contar sin tapujos nuestra propia versión de este drama, lo narrásemos escenificándolo, convirtiendo con ello a las personas cercanas a nosotros en representaciones de los personajes del pasado. Pero ¿qué es lo que nos impide contar esa historia directamente? La tendencia humana todavía más poderosa: la de intentar evitar lo doloroso. La vida está llena de dolores inevitables, sin embargo el único dolor que se puede evitar es el dolor que produce  intentar evitar el dolor.
Un adulto a lo mejor puede comprender esta frase, pero no un niño que necesita que un adulto le ayude a llevar sus penas. ¿Y si el que le está infligiendo daño, aunque con buena intención y en nombre del amor es precisamente la persona de quien depende? ¿De dónde va a sacar un niño los recursos, físicos y psicológicos, para hacer frente a esa paradoja? Si tiene que elegir entre expresar su yo auténtico (con todas sus necesidades y emociones) y la aceptación de ese adulto (indispensable para su supervivencia) el niño, instintivamente, adopta un yo falso que confunde lo que necesita con lo disponible; el hecho de ser amado por el mero hecho de existir con el reconocimiento derivado de lo que sabe hacer; maneras de ser con maneras de caer bien; el respeto con el miedo a  cuestionar nada.
Este último tabú impide también al adulto hacerse portavoz de la verdad de su infancia. En nuestra cultura judeocristiana, hasta los no creyentes hemos mamado el cuarto mandamiento, aquello de "Honrarás a tu padre y a tu madre". Identificar "honrar" o "respetar" con alabanza incondicional y acallamiento de cualquier voz crítica tal vez sirve para asegurar una estructura de poder patriarcal, pero no para establecer relaciones de confianza mutua y menos todavía para criar hijas e hijos que en lugar de adaptarse al sistema lleguen a ser personas adultas felices, capaces incluso de cambiar ese sistema. Muchos adultos actúan, incluso cuando ya no dependen de personas mayores, como si todavía fueran aquellos timoratos críos que no debían poner triste a mamá ni llamar "tonto" a papá ni apuntar un error del profesor. Muchas personas utilizan mecanismos para negar verdades que da demasiado miedo asumir. Puede ser útil revisar las típicas frases con las que negamos lo que de niños hayamos podido vivir como abuso o injusticia:


MINIMIZAR:
§  Otros lo han pasado mucho peor que yo...
§  Sé que pasó... pero sólo de vez en cuando...
§  A mi no me molestó en realidad...
§  Yo apenas estuve en casa, así que no me afectó...

            RESISTIR:
§  De eso hace ya mucho tiempo...
§  Lo que pasó, pasó. Ahora es ahora...
§  Lo he sabido siempre, pero ahora necesito salir pa'lante...
§  Yo no tengo nada que ver con ellos...
§  Las cosas son como son y ya está...
           OMITIR / BLOQUEAR:
§  Yo no recuerdo nada...
§  Me parece que todo era normal...
§  Yo tuve una infancia bonita, hacíamos muchas excursiones...
            EXCUSAR / JUSTIFICAR:
§  Me lo merecía...
§  Todos hacían lo mismo en aquellos tiempos...
§  Es que no conocían otra cosa...
§  Yo sabía que me querían, sólo que no han sabido manifestarlo...
§  Lo hicieron lo mejor que pudieron...
            EQUILIBRAR:
§  Me ha hecho fuerte (me ha hecho bien)...
§  Yo tenía todo lo que me hacía falta...
§  Yo sabía que en realidad me querían...
§  Me ha fortalecido el carácter...
§  Pero si eran buena gente...
La TERAPIA DE ESCUCHA permite contar, poco a poco, y según va  siendo posible, sin tapujos nuestra propia versión de cómo vivíamos y sentíamos en nuestra infancia. La verdad libera, lo que libera es la verdad y no el esfuerzo por hacerse libre. El más vano de todos los esfuerzos es el intento de olvidar, ya que el olvido no sólo no existe, sino que está tan lleno de memoria que lo que pretendemos olvidar, se fija más en la memoria inconsciente.
Los padres que de verdad quieren amar a sus hijos como no supieron, ni pudieron amarles sus padres, tienen la posibilidad de descubrir lo que recibieron como amor y los efectos que padecieron. Para no estar condicionados por su pasado es necesario abordar sentimientos como la ira, el miedo, el dolor... Sólo después de afrontarlos, asumirlos, y reconocer sus efectos, aparecerá el amor incondicional por los padres, por ellos mismos, y podrán ofrecérselo a sus hijos, para que puedan experimentar en libertad y llegar a ser adultos libres y responsables con capacidad de crear su felicidad con todo, por todo y a pesar de todo, fluyendo con  lo que les vaya tocando vivir, desarrollando las capacidades que les permita afrontar y superar las dificultades.
Poder definir cómo quiere uno ser querido y qué es lo que uno experimenta como daño, aunque me lo hayan causado mis propios padres en nombre del amor, es un derecho humano fundamental. No hacer uso de este derecho, no cura, más bien ahonda la herida de la infancia y lleva a personas adultas a vivir en el estado emocional del niño, optando por maneras de reaccionar y de actuar que, aunque en el pasado les hayan podido servir para sobrevivir, hoy en día obstaculizan su crecimiento, y el desarrollo sano de sus hijos.

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