Cada viernes y sábado, durante muchos años, llegaba allí sobre la media noche, vestida con mis mejores galas y con la ilusión de una quinceañera.
Las luces, la música, el calor de la gente, todo me envolvía, me encontraba con conocidos que me daban seguridad y con desconocidos que me despertaban curiosidad, entraba en otra dimensión de mí, como si me expandiera, bailaba, reía, miraba, observaba y el reloj corría a toda velocidad, cuando menos me lo esperaba ya eran las cuatro de la madrugada y el ritual mandaba cambiar de lugar, llegaba allí, bajaba las escaleras, sintiéndome como una diosa, casi flotando, hasta que de nuevo las luces, la música y el calor de la gente volvían a poner en movimiento mis pies y seguía la fiesta hasta las siete de la mañana.
A veces con los primeros albores y a veces con la luz del día regresaba a mi templo, mi casa, con los pies cansados y el corazón lleno, me acostaba y hasta que el sueño me atrapaba, me recreaba recordando lo vivido.
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